Por: Fabrizio Casari
La guerra en Ucrania podría estar acercándose a su desenlace, dado que Trump acepta todas las demandas rusas planteadas desde 2014. Zelensky, al mínimo histórico de popularidad en su país (22%), ofreció un discurso demagógico propio de un actor consumado, pero se prepara para la rendición porque ya no cuenta con su aliado más importante, ha perdido gran parte del apoyo político interno, no tiene más dinero que exprimir y no dispone ya de soldados con los que combatir. Tanto Vance como Rubio ya intervinieron para defender la inevitabilidad del plan, ultimátum a Zelensky incluido.
El plan reconoce la situación militar sobre el terreno. Los rusos avanzan y ya han superado las líneas defensivas mediante una táctica más cercana a la guerrilla que a una maniobra clásica de infantería; los ucranianos retroceden, huyen o desertan, y hasta sus batallones de élite, como el 37º o el Azov, están completamente rodeados. Las vías de escape, así como las de suministros, están cerradas y es posible imaginar en breve el colapso definitivo de la última línea defensiva ucraniana antes de Kiev.
En suma, de aquel ejército de alrededor de un millón de soldados, entrenado por EE.UU. y Reino Unido, sostenido por la OTAN y la UE con 490 mil millones de dólares, armas y logística, asesores militares y mercenarios, operadores de balística, comandos, satélites y misiles, aviones, tanques y armamento de todo tipo, no queda ya gran cosa.
El plan estadounidense llega en el momento justo para Zelenski. Al avance imparable de Rusia se suma el clima de incertidumbre provocado por la investigación sobre corrupción y la huida de cuatro ministros; la situación política del país está al borde de una crisis que podría generar una implosión y hundir al país en el caos. Bajo la mesa se decidirá el destino del bufón de Kiev: no está dicho que haya fila para garantizarle protección y un exilio dorado.
Con su plan Washington reconoce también la derrota estratégica de la OTAN, aunque esta se atribuya a las administraciones Obama primero y Biden después, responsables de haber construido desde 2013 hasta 2024 el proyecto de utilizar Ucrania como herramienta militar contra Rusia. El objetivo (fallido) era arrastrar a Rusia a una larga guerra al estilo afgano o checheno, desgastarla en términos de consenso interno y debilitarla militarmente mientras era cercada económica y diplomáticamente. El sueño (frustrado) era la derrota militar de Moscú y el desmembramiento en tres partes de Rusia, apoderándose así de sus extraordinarios recursos del suelo y subsuelo, de sus reservas de oro y de su aparato militar estratégico. Un proyecto neocolonial lleno de ambiciones pero pobre en conocimiento de la historia y de la capacidad resiliente del pueblo ruso. Igualmente deficiente fue la evaluación de la inteligencia occidental, con la CIA y el MI6 a la cabeza, sobre las capacidades militares de Moscú.
Para Ucrania, los aspectos determinantes son el reconocimiento de los territorios liberados (Crimea y todo el Donbass) como parte de la Federación Rusa, la reducción de su aparato militar y un arsenal desprovisto de misiles capaces de alcanzar Moscú o San Petersburgo. Como garantía para Ucrania habrá un acuerdo a tres partes (Moscú, Washington y Kiev) que prevé la garantía recíproca de no beligerancia en la zona y que asigna a EE.UU. la asistencia militar a Kiev en caso de que Moscú volviera a invadir Ucrania. El ruso será el segundo idioma oficial en Ucrania, habrá total libertad de culto para la Iglesia Ortodoxa Rusa y deberán celebrarse elecciones en un plazo de 100 días.
En el plano internacional, Kiev no podrá ingresar en la OTAN y deberá consagrar su neutralidad en la Constitución, pero podrá entrar en la Unión Europea. Solo que es la propia UE la que no quiere su ingreso, dado que, agotado su papel de ariete de la OTAN contra Rusia y asignados a los rusos los territorios donde se concentran sus mayores riquezas naturales – que serán divididas entre los estadounidenses (según el acuerdo firmado por Trump y Zelenski) y los rusos que ocupan el territorio -, ya no hay necesidad de Kiev; solo queda la impagable deuda y el inasumible costo de su reconstrucción.
Para Rusia, el plan no prevé el pago de daños de guerra y propone archivar los procedimientos jurídicos internacionales contra Putin y los miembros del gobierno ruso. Abre la puerta a la posible firma de un nuevo tratado sobre misiles balísticos y a una política de reducción de armas nucleares. Además de reconocer como correcta su posición respecto al origen del conflicto y su aplastante victoria militar en el campo de batalla, el aspecto más relevante es que la Casa Blanca elimina las sanciones económicas, propone el regreso de Moscú al G8 y acepta situar a Rusia en el nivel que le corresponde: el de un actor global con intereses legítimos y reconocida influencia planetaria.
El fin de las sanciones estadounidenses permitirá a Rusia ampliar también hacia Occidente su comercio y el suministro de materias primas, y en el plano político, representar con fuerza y autoridad – hasta ahora no respetadas por el imperio unipolar – las razones del mundo que trabaja por un reajuste multipolar del orden internacional.
En cuanto a Trump, busca obtener un resultado político y dos estratégicos. El resultado político es demostrar que, como prometió, pone fin a una guerra que era claramente expresión de un enfrentamiento planetario entre el Occidente colectivo y Rusia. El plan ahorra a EE.UU. la vergüenza de una nueva derrota que se perfilaba por su enorme implicación directa por haber entrenado, financiado, impulsado a combatir y luego sostenido con la convicción de una victoria. Con el plan Washington tiene una salida político-diplomática al conflicto evitando un segundo Kabul.
En el plano estratégico, el primer resultado es que, reincorporando a Rusia al G8 y eliminando las sanciones que la golpean desde 2014, Trump espera que la apertura de los mercados occidentales pueda reducir el vínculo entre Moscú y Pekín, aún más fortalecido en los últimos tres años. El proyecto de separar a los dos gigantes euroasiáticos parece ilusorio, dado que se trata de una alianza estratégica y no solo comercial. Pero está claro que Trump espera una menor interdependencia entre ambos, considerando a China la amenaza más seria a la supremacía estadounidense en los mercados, imposible de golpear mediante aranceles y sanciones, pero también difícil de enfrentar militarmente, especialmente debido a su alianza con Rusia.
El segundo resultado que busca alcanzar es el fin político del proyecto de la Unión Europea – totalmente ignorada en la elaboración del acuerdo – para la cual resulta evidente la total falta de consideración hacia su papel internacional, hoy en manos de los nazis bálticos situados al frente de Defensa y Exteriores. Por otra parte, Washington siempre ha considerado a Europa como un mercado y no como un actor político de peso global. Como dijo Kissinger, “si busco el número de Europa en la guía telefónica, no lo encuentro”.
Bruselas, tras haber sido empujada hacia la ruptura total con Rusia e instigada a continuar más allá de cualquier razonabilidad una guerra que no podía ganar, se encuentra ahora con la cerilla encendida en la mano. Después de implantarle la idea de una reconversión industrial bélica bajo la narrativa de una Rusia que quería conquistarla, ha provocado el desmoronamiento de su solidez económica, ha aniquilado su liderazgo político y ridiculizado su peso militar. La UE se encuentra ahora en los márgenes de un nuevo cuadro sistémico global que prevé un orden internacional basado en cuatro actores: Estados Unidos, China, Rusia e India. Solo Londres y Berlín (y quizá París) serán las capitales europeas con las que EE.UU. mantendrá relaciones abiertas sobre cuestiones estratégicas.
En Ucrania se han enfrentado, más de lo que se cuenta, las dos fuerzas militares más poderosas de la historia en el terreno global: la OTAN y la Federación Rusa. La victoria de Moscú, que redibuja el mapa de la disuasión global, llegó cuando Putin decidió elevar el nivel de presión militar tras la entrega a Kiev de armas capaces de golpear territorio ruso; el uso de los nuevísimos sistemas balísticos rusos convenció a Washington de que la idea de prevalecer militarmente era una ilusión peligrosa. Todavía es pronto para comprender qué desarrollos pueden darse en las relaciones bilaterales, pero podría nacer de este entendimiento un diálogo sobre los distintos escenarios globales en busca de una convivencia posible.
Habrá modificaciones o adendas al plan, pero la sustancia no cambiará. El plan estadounidense cierra una cuestión abierta desde hace casi treinta años: la posibilidad para la OTAN, órgano político y militar de Occidente, de conquistar nuevos territorios y mercados para reafirmar la vocación colonial anglosajona. Rusia, venciendo sola contra 32 países, ha establecido ahora el límite donde la alianza atlántica debe detenerse. Si la narrativa imaginaria occidental veía a Rusia incapaz de tomar Kiev, la narrativa basada en la realidad ha visto a la OTAN intentar tomar Moscú pero, tras tres años, verse obligada a izar la bandera blanca.





